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A la deriva

Año tras año, personas refugiadas rohingyas arriesgan sus vidas a bordo de embarcaciones de traficantes Cinco supervivientes describen los angustiosos meses que pasaron en el mar.


Fotos de Jiro Ose
Texto de Sarah Schafer

20 de enero de 2021

A female refugee wearing a salmon-colored shawl and a pink face mask looks at the camera, with a few fellow refugees in the background.

Tras medio año en el mar, Junaida (centro) y otros tres supervivientes son fotografiados tras su llegada a Aceh (Indonesia).

A la deriva

Año tras año, personas refugiadas rohingyas arriesgan sus vidas a bordo de embarcaciones de traficantes Cinco supervivientes describen los angustiosos meses que pasaron en el mar.

Fotos de Jiro Ose
Texto de Sarah Schafer

20 de enero de 2021

Tras medio año en el mar, Junaida (centro) y otros tres supervivientes son fotografiados tras su llegada a Aceh (Indonesia).

Han pasado casi 7 meses en el mar.

El pasado mes de marzo, cientos de hombres, mujeres, niñas y niños se hacinaron en un barco después de pagar a traficantes por un viaje que les dijeron que duraría una semana. Ya habían huido de la violencia y la persecución en su patria, Myanmar, donde hace unos tres años muchos habían perdido familiares, sufrido agresiones sexuales y visto cómo arrasaban sus aldeas.

En Bangladesh encontraron refugio pero apenas tenían capacidad para decidir su propio futuro. Su determinación resultó fundamental para la respuesta humanitaria en Bangladesh. Entre otras muchas cosas, cavaron zanjas y fortificaron albergues en preparación para los monzones y visitaron a sus vecinos para compartir información sobre la COVID-19. Y aún así vivían en condiciones muy duras, en campamentos masificados en Kutupalong, sin posibilidad de conseguir educación formal o permisos de trabajo ni de moverse libremente.

Al igual que otras muchas personas en los campamentos, las personas refugiadas que embarcaban en estos viajes, jóvenes en su inmensa mayoría, anhelaban algo mejor. Muchos eran hombres jóvenes en busca de trabajo. La mayoría de las mujeres jóvenes marchaban para contraer matrimonio. Algunas personas lo hacían para reunirse con su familia, a pesar de los riesgos. Todos soñaban con un lugar seguro en el que recuperar el control de sus vidas.

Pero la travesía se convirtió en una pesadilla. La dotación golpeaba e incluso apuñalaba a los pasajeros que se quejaban. Algunos miembros de la dotación agredieron sexualmente o violaron a las pasajeras.

Cuando los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses, la falta de alimento y agua potable se cobró un alto precio. Los pasajeros enfermaron. Sus cuerpos se inflamaron, un síntoma de beriberi provocado por la deficiencia de vitaminas que se cree que acabó con la vida de docenas de personas a bordo.

Las personas refugiadas suplicaban entrar en puerto, pero la dotación los ignoró.

Acabaron por trasladar a los hambrientos pasajeros a una embarcación más pequeña, donde los hacinaron. Al menos 30 personas perdieron la vida. Y siguieron a la deriva.

Por fin, el 7 de septiembre de 2020, tocaron tierra en la costa del norte de Aceh, en Indonesia. Una tercera parte de los supervivientes tuvieron que ser hospitalizados. Tres murieron días después de llegar a tierra.

Estos son cinco supervivientes que nos explican por qué arriesgaron sus vidas y describen su desgarradora travesía.

“Mi hermana solo trajo la ropa que llevaba puesta. Después de cuatro meses su camisa estaba muy fina y hecha jirones, así que le dí la mía”.

—Haresa Bibi, de 18 años

Hace dos años Haresa se casó por teléfono con un hombre. Su prometido y ella celebraron la ceremonia de manera remota, una práctica que se ha hecho común ente los refugiados rohingyas en el último año. Salió de Bangladesh para unirse a su esposo en Malasia. En el mar contó seis lunas completas.

Su tía murió en el segundo mes en el barco. Tras cuatro meses, murió su hermano. Y dos días después de llegar a Aceh, perdió a su hermana.

“Dos meses antes de desembarcar mi hermana empezó a tener hinchazón y a vomitar sangre”, cuenta Haresa. “Rezó para que Alá no se la llevara, que no se llevara su alma mientras estuviera a bordo. No quería que lanzaran su cuerpo al mar”.

Haresa cuenta a ACNUR que es la menos afortunada de todos los supervivientes.

“De entre 500 o 600 personas, los tres hermanos nos embarcamos juntos. Y los perdí a los dos. Estoy sola”, cuenta.

“La gente estaba nerviosa y frustrada y la dotación empezó a golpearlos. Yo ayudé a limpiar la sangre de los cuerpos de dos personas”.

—Begum Ziyah, de 19 años

Al igual que otras muchas mujeres jóvenes (y, trágicamente, también muchas niñas), Begum sentía presiones para casarse. Vivía en un campamento de refugiados en Bangladesh cuando sus hermanos le dijeron por teléfono que pronto iba a ser una carga. Con 19 años seguía soltera y ellos temían que sus padres, mayores, no se pudieran permitir concertar un matrimonio.

Los hermanos de Begum ya habían abandonado Bangladesh para iniciar una nueva vida en Malasia. Le dijeron a sus padres que la enviaran a vivir con ellos para que le buscaran un marido. Se preparó para una travesía en barco de siete días.

Tras dos meses en el barco, viendo las terribles escenas que se sucedían, estaba aterrorizada. “También estaba enfadada”, cuenta. “Estábamos en medio del mar. No podía hacer nada”.

“No nos podíamos mover. No teníamos alimentos adecuados… y ni siquiera podíamos soñar con ducharnos. Era como si estuviéramos en el día del juicio final”.

—Asmotulleh, de 21 años

Asmotulleh no veía un futuro en Bangladesh. Cuando el prometido de su hermana se ofreció a llevarla a Malasia, Asmotulleh aceptó acompañarla. Pensó que encontraría un trabajo y que por fin podría mantener a sus padres y al resto de sus hermanos. Como no pudieron conseguir pasaportes, su hermana y él recurrieron a traficantes.

La dotación le pegaba. Había un aseo para cientos de hombres. Una vez al mes se bañaba con agua de mar. Solo veía a su hermana unos minutos una vez a la semana.

Cuando el barco llegó a tierra, no tenía ni idea de dónde estaban. Los locales dijeron que estaban en Aceh, en Indonesia. A Asmotulleh le daba igual dónde fuera. “Nadie quería seguir en el mar. Así que daba igual el país que fuera: lo único que queríamos era poder pisar tierra”, dice. “Sentimos una gran felicidad al ver las luces”.

“Myanmar es mi tierra natal. Si pudiéramos vivir allí en paz, preferiría vivir en mi propio país”.

—Mohammed Hasan, de 17 años

Mohammed quería trabajar. Pero las personas refugiadas no tienen permiso para trabajar legalmente en Bangladesh, donde vivía desde que tuvo que abandonar Myanmar con su familia en 2014. Así que puso rumbo a Malasia con la esperanza de reunirse con su padre. “Quería empezar una nueva vida allí y ganar dinero”, dice.

Durante el viaje Mohammed vio a gente morir. Su cuerpo se inflamó y tuvo mucha fiebre. Se quedó impresionado al ver a un hombre que tenía tanta sed que escurrió su propia camisa para poder beber unas gotas de su propio sudor. Pero poco después él hacía lo mismo, aprovechando la humedad salada de su ropa.

Cuando por fin el barco tocó tierra no cabía en sí de gozo. “Estaba muy feliz, como si hubiera pasado del infierno al cielo. Sentía que empezaba una segunda vida, una vida después de la muerte”.

“La paz significaría que tengo una vida. Yo solo quiero vivir como las demás personas”.

—Junaida Hafsa, de 15 años

Tras huir a Bangladesh y perder a su madre, Junaida decidió irse con su hermana, que vivía en Malasia. Su cuñado le dio un número de teléfono al que llamar. “Alguien vino a buscarme en un coche… y me llevaron a un sitio”, dice. “Después embarqué”.

Después de eso Junaida recuerda dos viajes en barco más antes de subir a una gran embarcación llena de personas desconocidas. A medida que pasaban los meses la gente enfermaba y muchos murieron. Para cuando la dotación trasladó a los refugiados a un barco más pequeño y los abandonó, Junaida ya había dejado de pensar en nada que no fuera la supervivencia. Tenían agua y comida para tres o cuatro días. Tardaron doce días en rescatarlos y desembarcar en Aceh.

“No teníamos ninguna esperanza de futuro”, dice. “No sabíamos si íbamos a vivir o a morir. Decidimos intentar trasladarnos a algún otro sitio”.

A finales de 2017 la violencia generalizada en el estado de Rakhine (Myanmar) forzó a más de 700.000 apátridas rohingyas a huir de sus hogares en busca de seguridad en la vecina Bangladesh. Fue la afluencia de personas refugiadas más rápida y de mayor envergadura que el mundo había visto en toda una generación.

Año tras año, personas refugiadas y migrantes pagan a traficantes para que los lleven en barco desde Bangladesh y Myanmar a Malasia, un país en el que muchos tienen parientes o amistades que han comenzado una nueva vida. Muchas de estas personas acaban abandonadas o rehenes de los traficantes en el mar, quienes a menudo los retienen a cambio de un rescate de grandes cantidades de dinero; los gobiernos no quieren permitir su desembarco. Algunos logran llegar. Otros, mueren. En mayo de 2015 los traficantes abandonaron al menos a 5.000 personas en el golfo de Bengala y el mar de Andamán. Muchos de los pasajeros eran rohingyas. Los gobiernos de la región no enviaron en un primer momento misiones de búsqueda y rescate ni permitieron el desembarco de ninguno de esos pasajeros. Docenas murieron. Por fin se procedió al rescate de los supervivientes y se permitió su desembarco después de que las imágenes de rohingyas en peligro en alta mar coparan titulares en todo el mundo.

Al año siguiente, ministros de distintos gobiernos se reunieron en el Proceso de Bali, un foro dedicado a reducir la trata y el tráfico de personas y otros delitos, desde donde se comprometieron a garantizar que este tipo de tragedias no se volverían a repetir. Pasados cerca de cuatro años, no han cumplido tal promesa.

En todo el sur y el sudeste de Asia, muchas personas desplazadas rohingyas siguen viviendo al margen, sin acceso a atención sanitaria básica, agua potable, suministro fiable de alimentos, ni oportunidades significativas de educación y empleo.

Refugiados rohingyas en Bangladesh

Personas

Fuente: Gobierno de Bangladesh y ACNUR, 31 de diciembre de 2020

Familias

Fuente: Gobierno de Bangladesh y ACNUR, 31 de diciembre de 2020

%

Niños y niñas

Fuente: Gobierno de Bangladesh y ACNUR, 31 de diciembre de 2020

Desde que comenzó la pandemia de COVID-19, las personas refugiadas rohingyas en Cox’s Bazar (Bangladesh) han explicado a ACNUR que han perdido sus ingresos y que las restricciones al movimiento les han causado sufrimientos adicionales. Muchas de estas personas dicen que la situación no es segura para las niñas, y muchos hablan de un incremento de la violencia doméstica.

ACNUR trabaja para mejorar las vidas de las personas refugiadas que viven en Bangladesh, para lo cual envía ayuda y colabora con el gobierno en la construcción de infraestructuras, el suministro de agua potable y la mejora de saneamientos. Pero la comunidad internacional debe apoyar a las comunidades de acogida y buscar soluciones a largo plazo junto con las personas refugiadas. Personas refugiadas rohingyas han contado a ACNUR que quieren regresar a Myanmar en paz y con dignidad.

Es responsabilidad de Myanmar garantizar la seguridad del retorno de los rohingyas, así como la restitución de sus derechos básicos tales como la libertad de circulación y la posibilidad de ofrecerles una vía de acceso a la ciudadanía.

“Ya es hora de poner fin a este devastador ciclo de violencia, desplazamiento y apatridia que se repite una y otra vez”

–Filippo Grandi, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados

Para apoyar nuestro trabajo con personas rohingyas desplazadas y apátridas:

Para saber más sobre la respuesta para los refugiados en Bangladesh:

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